Jaime aspiraba a ser un yogui.
Llevaba años entrenando y estudiando diversas disciplinas de conocimiento y escuelas filosóficas, pero su ser resonaba más con las visiones no dualistas y los enfoques que hablaban de un universo panteísta. Veía a Dios en todo.
No obstante, Jaime distaba de ser un iluminado. Aún tenía aspiraciones y deseos mundanos, y era completamente consciente de ello. De hecho, su meta no era la iluminación. Por el contrario, quería dominar el cuerpo y la mente, y con ello obtener dones que le permitieran disfrutar de los goces de lila sin restricciones. Y tenía un plan.
Había pensado así: si Dios estaba en todo y estaba en él, por ende, él también podía estar en todo.
Había decidido entonces poner en práctica sus ideas, ver si efectivamente podía entrar en tal estado de trance que le fuera posible transferir su conciencia a otro cuerpo. Esto de dos formas: una, de manera momentánea, para ser una voz que susurrara en la cabeza del otro, porque —según él— de sí mismo nadie dudaba. Si él era esa voz que decía “es que en verdad tienes que hacer esto”, difícilmente alguien se opondría. Y dos: le inquietaba el paso del tiempo. Ya no tenía veinte años, y le había tomado muchos años adquirir todo su conocimiento. Pero justo ahora que empezaba a entender de qué iba todo, no tenía la misma energía que al principio. Jaime lo quería todo: conocimiento y energía.
Sin embargo, muchas dudas morales lo embargaban. No era honesto obligar a otros a hacerle caso, mucho menos robarse su juventud. Al final de sus días, quizás tendría que rendir cuentas. ¿Tendría que rendir cuentas? ¿O acaso sería alabado por haber entendido de qué iba la vida?
—Si todos somos uno —se decía—, ¿no sería mejor que el uno que permaneciera fuera el más preparado?
Noche y día estas ideas venían a su mente: en la meditación, en las alabanzas, cuando limpiaba, cocinaba… en todas sus actividades. Los dos lados de la moneda, relucientes: el dharma o el disfrutarla.
Una tarde, después de limpiar y desyerbar el patio, se sentó en flor de loto y entró en una hermosa meditación. Y de pronto, una idea lo golpeó con regocijo. Hasta entonces, todo lo que Jaime pensaba eran solamente elucubraciones, ideas. No sabía si fuese siquiera posible, solo un juego mental. El problema era que intentar comprobarlo tenía una gran carga moral. Además, no sabía si la persona en la que intentaría entrar podría ofrecer algún tipo de resistencia.
Y fue cuando pensó: ¿y quién decía que tenía que entrar en una persona?
La revelación lo golpeó como un relámpago. ¡Claro! Si, por ejemplo, meditaba y se concentraba fijamente en un objeto hasta el punto de fundirse con él, podría empezar a darse cuenta de si todo eso de lo que hablaba eran solo castillos en el aire… o si bien, podría empezar a mudarse a vivir en ellos.
La pregunta era: ¿en qué debería entrar?
Jaime miró a su alrededor buscando una respuesta, y algo lo llamó. Como si levantara la mano entre una multitud de ausentes espectadores: una piedra, igual de ausente y silenciosa, pero que parecía brillar diciéndole: “A mí. Tómame a mí. Entra en mi mente”.
Jaime no lo dudó. Tomó la piedra y empezó a meditar. Om...
Aquí hacemos un paréntesis y dejamos por un momento a Jaime. Mientras él meditaba y ponía su atención en esa piedra, es importante explicar algo: Jaime cometía un grave error.
Los seres vivos tenían, como todo el mundo sabía, distintos ciclos vitales. Una mosca vivía apenas un par de semanas, mientras una tortuga podía vivir más de cien años. Algunas medusas incluso podían rejuvenecer y revertir la vejez. Esto significaba que el tiempo no era igual para todos.
Así pues, Jaime pensaba que al seleccionar una piedra en lugar de un ser vivo, la tarea sería más sencilla, ya que no tendría que lidiar con una voluntad que opusiera resistencia. Pero no podía estar más equivocado.
En su defensa, hay que decir que en algo tenía razón: hasta en los objetos inanimados la conciencia permeaba, así como el agua de lluvia entraba por las goteras de una casa.
Ahora, ¿qué pasaba con estos entes "piedras"? Pues nada: al ser una piedra, su vida era forzosamente muy, muy longeva. Algunas lograban ver todo el tiempo de una creación antes de poder saltar a su siguiente vida. Por lo general, de tanto tiempo, de tanta espera, de tanta introspección, terminaban —por la fuerza— volviéndose conciencias coherentes e introspectivas. Pero este no era el caso de la piedra que Jaime había seleccionado.
Esta piedra era muy inquieta. Estaba impaciente por terminar su ciclo de piedra y pasar a una acción más determinada. Aian. Así se llamaba la piedra. Y, a decir verdad, era de ella —y no de Jaime— la idea. Llevaba acuñando el plan por milenios, esperando alguna conciencia curiosa que lograra descifrar los caminos que la harían caer en su trampa, y liberarse de esta prisión mineral.
Finalmente, había llegado el momento.
Jaime alcanzó a ver una luz blanca muy brillante cuando por fin logró entrar en comunión con la piedra. Nada lo había preparado para lo que venía.
Alguien estaba ahí con él. Alguien con una presencia que erizaba el pelo astral, de haberlo tenido, claro. Jaime, que tan suficiente y seguro de sí mismo se sentía, ni siquiera se dio cuenta de lo que le había pasado. Se vio envuelto en esta prisión pétrea, sin darse cuenta de que había cambiado de lugar.
Jaime abrió los ojos, salió del trance con una sonrisa que abarcaba todo su rostro. Dio una carcajada:
—¡Al fin! ¡Al fin un poco de impermanencia! ¡Gracias! —y aventó con desdén la piedra.
Dicen que Jaime dejó atrás todas las prácticas sagradas. El otrora hombre religioso le dio la espalda a todo aquello que siempre había considerado trascendental, por una vida más mundana. Pero eso sí: todo el mundo coincidía en que jamás lo habían visto tan feliz.